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¿Hijos del Altísimo o criaturas terrenales?

¿Hijos del Altísimo o criaturas terrenales?

¿Hijos del Altísimo o criaturas terrenales?

Estamos a punto de terminar este libro, pero yo no podría hacer eso sin citar un fragmento de las Sagradas Escrituras que, para mí, sintetiza toda la vida cristiana y constituye uno de los grandes secretos de la caminata de la fe:

“Antes bien, amad a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad no esperando nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo; porque Él es bondadoso para con los ingratos y per- versos. Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y os será dado; medida buena, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en vuestro regazo. Porque con la medida con que midáis, se os volverá a medir.”

– Lucas 6:35-38

Todo eso que el Señor Jesús dijo se resume en la palabra dar.

Podemos explicar los Mandamientos de Dios, Su voluntad y tantos otros Preceptos Divinos de varias formas, pero es la fe para dar de sí a Dios y al prójimo lo que re- sume todas Sus enseñanzas. Y eso es lo que, de hecho, diferencia a una persona de la otra; a un pastor del otro; a un siervo del otro.

Somos llamados por Dios para darle nuestros pensamientos, nuestro amor, nuestro tiempo, nuestras fuerzas e incluso nuestra propia vida.

¿Y por qué el Señor Jesús nos propone eso? Justamente porque esa es la única manera que existe para que Él nos salve.

Al renunciar a nosotros mismos, logramos librarnos “… de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve” para finalmente correr “con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1).

Siendo así, podemos notar que toda la Biblia se resume

en mostrar la actitud del Altísimo en dar lo mejor de Él al ser humano, por eso Dios pide lo mismo de nosotros para con Él mismo y para con nuestro semejante.

Muchos imaginan que el Señor Jesús fue sacrificado el día de Su crucifixión cuando se originó la llamada “era cristiana”. Sin embargo, en ese momento ocurrió solo la consumación de la Ofrenda que el Padre ya Se había propuesto dar incluso antes de la creación del mundo.

Antes de que Adán pecara – y, por consiguiente, de que todas las personas pequen, después de él –, el Altísimo ya había provisto la única Sangre perfecta capaz de redimir a Sus criaturas.

En el corazón de Dios, por lo tanto, Jesús ya había sido inmolado, como está escrito: “desde la fundación del mundo, en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado” (Apocalipsis 13:8). De esa forma, la decisión del Señor ya había sido tomada en la eternidad y Él estaba tan seguro de lo que iba a hacer que nada cambiaría Su resolución. Por eso, todos los sacrificios de la época de la Ley tipificaban al Salvador, a la Ofrenda Perfecta.

Vea cuánta dedicación hay en Dios, Quien, cuidadosamente, en la eternidad, ¡separó a Su Hijo como sacrificio por nosotros!

Es extraordinario meditar sobre eso; a fin de cuentas, si ya hubiera sido un acto de inigualable generosidad de parte de Dios dar a Su Hijo Unigénito para solucionar un problema causado por otros, ¡imagínese entonces Su disposición de sacrificarlo no solo por hombres y mujeres buenas, sino también por malos, pecadores, asesinos, estupradores, ladrones, mentirosos y toda suerte de incrédulos, inclusive antes que hayan nacido!

Además de que el Eterno haya dado a Jesús como sacrificio, que fue el acto más sublime y elevado del Señor, Él, continúa dando Su ofrenda en favor de la humanidad por medio de Sus beneficios.

Dios favorece con oxígeno, lluvias, estaciones del año, cosechas y tantos otros privilegios a miles de millones de personas todos los días, incluso a aquellas que Lo insultan por medio de sus pecados. De esa forma, Dios es “bondadoso para con los ingratos y perversos” (Lucas 6:35), o sea, Él actúa con bondad incluso con las personas per- versas que no reconocen ninguno de Sus favores.

De ese modo, tenemos en el Altísimo el ejemplo de cómo debemos actuar en este mundo: haciéndoles bien a todos, sin tener en cuenta si son buenos o malos, educados o antipáticos con nosotros. Por ese comportamiento, considerado absurdo por el mundo, somos re- conocidos como hijos del Altísimo, como está escrito:

“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como Yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros.”

– Juan 13:34-35

Por lo tanto, aquellos que, por la fe, siguen la justicia y el altruismo Divino se tornan tan semejantes a Él que son llamados “hijos del Altísimo”.

Eso quiere decir que, así como un hijo terrenal debe tener características de sus padres, aquel que quiera ser reconocido como hijo de Dios debe ser semejante a Él. Consecuentemente, solo por medio de una conducta pautada en las enseñanzas del Señor Jesús, podremos dar pruebas irrefutables de que nacimos de Dios y pertenecemos a Su Reino (vea Romanos 8:14-15; Gálatas 4:5-6).

 

Mensaje substraído de: El Oro y el Altar (autor: Obispo Edir Macedo)

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